Ese día estábamos de suerte. Llegamos en la noche a Guerrero Negro y en la mañana paseamos un poco por ese pequeño pueblo salinero. Nos acercamos a un lugar que anunciaba paseos en lancha en la laguna Ojo de Liebre, para ver las ballenas en ese lugar.
Nos dijeron que, regularmente, los turistas reservan con varios meses de anticipación su viaje a la laguna, pero casualmente, ese día, había espacio para ocho personas. Nosotros eramos cuatro, por lo que nos alegramos de tener cabida en la pequeña embarcación. Primero nos llevaron en un vehículo todo terreno hasta las salinas.
Nuestro auto, ni ningún otro vehículo particular, puede entrar al territorio que se considera santuario de las ballenas. En diez minutos estábamos en el embarcadero. Nosotros y varias personas más abordamos la pequeña lancha. Hacía mucho frío. el viento nos golpeaba con fuerza el rostro y helaba la nariz. Navegamos un poco al interior de la laguna de agua salada. Pasamos unos barriles flotantes, que sirven de islas a los lobos marinos. Nos adentramos un poco más y allá, el lanchero apagó el motor del bote. Nos pidió que esperáramos un poco, que las ballenas se acercaban cuando no había ruido. Nos quedamos en silencio, observando el mar.
A lo lejos se podían ver las olas que parecían explotar en medio de la nada. El lanchero nos explicó que es un lugar donde cambian las profundidades. Ahí termina la laguna y empieza el mar abierto. También nos dijo que cada año llegan las ballenas a aparearse o a parir y que donde termina la laguna suele estar lleno de tiburones, que esperan a las ballenas cuando se van, en marzo, una vez que el invierno ha terminado. En eso la vimos: enorme, gris y lenta, pasando por debajo de la embarcación. De repente me sentí chiquita, chiquita, entendiendo que aquel enorme animal estaba dispuesto a coexistir con nosotros en ese espacio, sabedora de que, si no era su gusto, podría, de un coletazo, enviarnos a nadar en las aguas heladas de la laguna Ojo de Liebre.
Después nado más lejos. Su ir y venir fue un espectáculo maravilloso. No podía dejar de verla. Después nos dimos cuenta que había algunas más; «no han llegado todas, todavía» dijo el lanchero, quién asegura que, entrado el invierno, para enero y febrero, hay cientos de ballenas en el agua. «Ya tenemos reservados los paseos para entonces» nos dijo también.
«Algunas veces, se dejan tocar», aseguró.
Hoy no tuvimos esa suerte. Ya será en otra ocasión. Me llevo las imágenes grabadas en el cerebro y una emoción indescriptible en mi corazón. Algún día volveré a Guerrero Negro y a su Laguna Ojo de Liebre, a tocar una ballena.