Temporada de lluvias, temporada de balas

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Hoy despertamos con la noticia de un atentado en contra de Omar García Harfuch, Secretario de Seguridad Ciudadana de la Ciudad de México. Resultó herido y logró sobrevivir, pero al menos dos de los policías que lo escoltaban y un civil que iba pasando por ahí murieron en el incidente. El ataque se da en el contexto de constantes operativos que esta Secretaría ha realizado en contra de cárteles en la capital del país, con numerosas detenciones. Nunca había ocurrido un ataque de ese tipo en la metrópoli más vigilada de México.

Ayer, se anunció la neutralización de un coche bomba frente a una refinería en Salamanca, que de haber explotado habría costado un incalculable número de vidas. El acto probablemente fue orquestado por miembros del Cártel de Santa Rosa de Lima, el cuál ha dedicado el último par de semanas a atemorizar a la población de Guanajuato con bloqueos, incendios y asesinatos masivos. Su líder, El Marro, está completamente descontrolado, en medio de una disputa con cárteles rivales y de una intensa persecución por parte de fuerzas de seguridad pública.

La semana pasada, Colima volvió a ser noticia nacional por el asesinato a sangre fría de un juez federal y su esposa. Poco después se filtró que el occiso había participado en causas penales que afectaban a altos mandos del Cártel Jalisco Nueva Generación. Un juez asesinado es un hecho rarísimo y extremadamente preocupante, incluso en un país tan acostumbrado a la violencia como el nuestro.

Lo inédito de estos y otros eventos igual de sanguinarios indica algo que no suficientes están reconociendo: las cosas están subiendo de tono. Parecía que la violencia ya no podía agudizarse más, pero resulta que sí. Que siempre es posible. Si los criminales se están arriesgando a matar a funcionarios públicos protegidos por instituciones de seguridad enteras, los ciudadanos de a pie, que solo están protegidos por su suerte, pueden ser asesinados cada vez con mayor facilidad.

El país está envuelto en una vorágine de conflictos de poder fáctico que están dejando inmensos daños colaterales. Los acuerdos entre cárteles y otros cárteles, cárteles y gobiernos locales, cárteles y militares, y cárteles y empresas se rompen o se reconfiguran de manera constante desde el inicio del sexenio. La organización criminal más poderosa (que nació apenas hace unos años) está dispuesta a controlar cada centímetro del territorio nacional y a matar a todos los que se interpongan en el camino.

En lo que unos se pelean y otros se intentan reconciliar, las partes en conflicto se enfrentan con cada vez mayor poder de sangre y fuego, afectando al único sector que no tiene nada para defenderse: el pueblo civil desarmado. La nota roja se engrosa en los periódicos locales, y los asesinatos masivos dejan de llegar a la primera plana en los diarios nacionales, por comunes y repetitivos.

Mientras todo se pone más feo, las autoridades están en otro lugar. El presidente, enfrascado en la lucha contra sus adversarios internos y en la justificación de sus megaproyectos ecocidas. Los gobernadores y presidentes municipales, defendiendo sus intereses o en abierta campaña electoral. Los secretarios de seguridad, pactando con los narcos o enfrentándose a ellos sin poder dormir con tranquilidad. Quienes si permanecen en la escena son los militares -en forma de Guardia Nacional- que aunque tienen la ventaja de saber echar balazos no tienen idea de como solucionar un problema que va más allá de la capacidad de hacer uso de la fuerza.

Los únicos que trabajan para contener la violencia, enfrentándola en sus causas estructurales y su analizándola en su complejidad, son los periodistas, los académicos, los movimientos sociales y las organizaciones de la sociedad civil. Los cuatro sectores viven acoso y persecución constante, por afectar intereses o por no dejarse cooptar. Muchos de ellos dependen de dinero público, y se han visto asfixiados y en riesgo de desaparecer debido a los recortes presupuestales caprichosos de los últimos meses.

La violencia, especialmente la que mueve al crimen organizado, es un problema complejo con alcances globales que no puede ser resuelto nada más por la voluntad de un gobierno.  El narco se enriquece y fortalece con las cadenas globales de producción/consumo de drogas y cuerpos, que son esenciales para el funcionamiento del capitalismo internacional. Tejen redes de poder que llegan a todos lados y no pueden funcionar sin el amparo del poder público. En México, esa es la corrupción que debería ser prioritario combatir.

Si los mexicanos queremos empezar a imaginar una salida de este infierno, tenemos que hacer mucho más que votar por cualquier imbécil que prometa felicidad y seguridad. Es imprescindible que todos los sectores sociales estén dispuestos a enfrentarse a la violencia y a discutir sus implicaciones, aunque en las comidas familiares no nos guste hablar de cosas feas.

No podemos permanecer solo como espectadores. No podemos esperar a que las autoridades resuelvan el problema. Organicémonos para denunciar y exigir, participemos en movimientos sociales, apoyemos a quienes llevan años denunciando y generemos nuevas formas de defendernos. De lo contrario, seguiremos a la merced de las balas, cada que llegue la temporada.

Corolario.

El país sigue en llamas y no tenemos idea de cómo detener el incendio. Con justa razón, el pueblo les exige a las fuerzas de seguridad pública que hagan su trabajo o que por lo menos no le faciliten el suyo a los grupos de crimen organizado, demanda que por lo general cae en oídos sordos y acrecienta el sentimiento general de rechazo a las policías.

Las policías estatales siguen siendo una de las principales instituciones encargadas de proteger a los ciudadanos. En muchos casos están corrompidas y sin voluntad de hacerlo, pero en muchos otros -aunque quisieran- están física y operativamente impedidas para desempeñar sus laborales.

Una encuesta realizada por la organización Causa en Común a una muestra de 4500 policías estatales de todo el país, reafirma las condiciones de precariedad y falta de profesionalización en las que se encuentran los integrantes de esta corporación.

En promedio ganan 11 mil pesos al mes, salario insuficiente para quien arriesga su vida de manera cotidiana. Cuentan con prestaciones a medias y con poco equipo de trabajo. De hecho, más de la mitad han tenido que pagar parte de sus uniformes con su dinero y una cuarta parte tiene que cubrir de su propio bolsillo el costo de las municiones que utilizan.

En capacitación la cosa es preocupante: el 21% de los entrevistados reconoció que nunca han tenido una práctica de tiro y un porcentaje similar señala nunca haber recibido entrenamiento sobre una adecuada detención legal o uso proporcional de la fuerza. Por otra parte, casi la mitad de los agentes señalaron que jamás se les enseñó a recibir una denuncia ni a proporcionar primeros auxilios para la población.

Algunos de ellos incluso reportaron que sus comandantes les exigieron torturar a algún detenido, tener relaciones sexuales con ellos, apoyar la campaña de algún candidato, o pagar una “cuota” para evitar castigos. De negarse, normalmente son acosados hasta causar su baja de la institución.

Cada vez a menos gente le gusta la policía. Su historial de represión ciudadana, corrupción y desaparición forzada vuelve más atractiva la idea de sustituirla con otro tipo de corporación. Sin embargo, el frenesí de inseguridad que se vive en México la vuelve imprescindible en estos momentos. Es urgente fortalecer la estructura operativa y las condiciones laborales de los policías estatales para que ya no sean tan inútiles. No podemos exigirles que nos cuiden si ni siquiera tienen las herramientas materiales y formativas para hacerlo.