Salir de la barbarie

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Hay días en los que parece que no hay solución a los problemas que enfrentamos. Las noticias dan cuenta de tanto caos, muerte y corrupción que es difícil creer en que este país tenga algún futuro. Sin embargo, es posible salir del atolladero. Una pequeña nación de Europa del Este demuestra que es posible construir un proceso de paz, pero también nos recuerda que el proceso se puede descarrillar con facilidad.

Este país se llama Georgia, y pasó de ser un lugar prácticamente sumido en la barbarie a un país donde se empezaron a reconstruir las relaciones sociales civilizadas. Tras la caída de la Unión Soviética, Georgia se sumió en el caos de una guerra civil que combinó disputas entre políticos, señores de la guerra, pandillas surgidas en las prisiones de la era soviética y grupos étnicos. La ciudad capital de Tiblisi, conocida por su magnífica arquitectura que daba cuenta de siglos de historia, fue escenario de cruentas luchas callejeras que destruyeron vidas y siglos de historia, mientras que la lucha en las provincias desplazó forzosamente a familias de los hogares donde crecieron.

Cuando la guerra civil terminó, la pesadilla de los georgianos solo cambio de forma. Los dos señores de la guerra más poderosos de Georgia acordaron que más rentable hacer negocios al amparo del estado que matarse a tiros y recoger escombros de en las ciudades, por lo que nombraron a un viejo político llamado Shevardnadze como presidente y se repartieron los puestos en los ministerios de seguridad y gobernación. Aunque el conflicto empezó a desescalar, la violencia aún era habitual en Georgia.

El asesor legal del gobierno durante esos turbulentos años contó en una entrevista de una reunión entre el presidente, los dos señores de la guerra y otros ministros que tuvo que ser interrumpida porque funcionarios del ministerio de gobernación y el de seguridad se estaban enfrentando a balazos a unos cuantos kilómetros de la oficina presidencia. Eventualmente, Shevardnadze se las ingenió para comprar las voluntades de los lugartenientes de los señores de la guerra, lo que le permitió hacerse con el poder gubernamental. A partir de ese momento, Shevardnadze construyó la paz a través de un sistema de corrupción sistemática que coludió a actores clave del mundo político, empresarial, académico y criminal con su gobierno.

Aunque Georgia consiguió una especie de paz, el costo que se tuvo que pagar fue elevado. En las provincias abundaban los contrabandistas y los caciques que cobraban impuestos por atravesar los territorios que controlaban, la anarquía se instauró en los territorios con minorías étnicas, las ciudades sufrían de apagones que volvían insoportables los inviernos, mientras que el agua que salía de la red potable, alguna vez apta para consumo humano, adquirió colores y olores que sugerían enfermedad. Las autoridades, que tendrían que ser guardianes de la paz, convirtieron al crimen en su principal fuente de ingresos y a los pandilleros en sus mejores aliados.

La corrupción arruinó a tal grado la vida de los ciudadanos, que un joven político de oposición ganó avasalladoramente la presidencia y los escaños del parlamento con un proyecto de combate a la corrupción y reconstrucción nacional. Fiel a sus promesas, el joven político, llamado Saakashvili, reformó muchas leyes que facilitaban la corrupción, enjuició a prominentes políticos del pasado que se hicieron de fortunas ilegales, endureció la persecución contra los pandilleros y llegó al punto de despedir a 30 mil agentes de tránsito que institucionalizaron los sobornos.

Con Saakashvili, muchas cosas cambiaron en Georgia. La gente dejó de tener miedo de recorrer las calles, era posible viajar a las provincias del país, y la corrupción dejó de intervenir al punto de destruir las vidas de los ciudadanos. Sin embargo, también aparecieron nuevos problemas. Pasadas las reformas más importantes, Saakashvili se convenció que tenía que seguir en el poder para garantizar el bien de Georgia, aunque eso implicara intentar reelegirse tres veces, y cometer algunos actos que en algún momento criticó.

Aunque Saakashvili combatió las formas más crudas de la corrupción del pasado, utilizó facciosamente la justicia para combatir a sus enemigos políticos, permitió que se violaran los derechos humanos de reos en las prisiones de Georgia, y juicios posteriores a su presidencia lo condenaron in absentia de encubrir a miembros de su gobierno acusados de malversar fondos, dispersar con violencia protestas, golpear a diputados de oposición e incluso de asesinar a un joven banquero en una pelea de bar.

Sin duda, Georgia logró salir de la barbarie gracias al proyecto que encabezó Saakashvili. Sin sus esfuerzos por reformar el país, intentar construir nuevas instituciones y romper con la inercia de los peores vicios del pasado, posiblemente el gobierno georgiano aún sería un aparato de intimidación y crimen operado por una mafia enquistada en los más altos niveles del poder.

Sin embargo, en su historia también se esconde la advertencia sobre los peligros que implica concentrar el poder e ignorar el debido proceso porque ahora la autoridad es otra, y un recordatorio que las acciones para combatir el crimen y la corrupción pueden mutar en abusos de poder si no diseñamos mecanismos con espacios para la pluralidad de ideas, la supervisión ciudadana y la absoluta transparencia y rendición de cuentas.