El poder no quiere quién le escriba

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Aunque las amenazas de muerte, de bombas y otras tertulias son relativamente comunes en periódicos impresos y digitales del país, todavía es sorprendente que uno de gran tamaño y alcance como Reforma las reciba.

La llamada, registrada la mañana del miércoles, provino de un supuesto diputado del Cártel de Sinaloa (cargo increíblemente verosímil en nuestro país) y se dio tras una publicación en la que Reforma criticó la estrategia sanitaria del gobierno de la República. El agresor les dijo que le pararan o que todos iban a volar.

Se comparta o no la línea editorial del periódico, esta amenaza es más preocupante en un contexto en el que los miembros de la 4T y sus seguidores dedican su tiempo a desacreditar y a llamar mentirosos a todos los periodistas que no conjugan con las decisiones federales de política pública.

Las cosas han sido difíciles para el periodismo durante el gobierno de AMLO. En lo que va del sexenio, han asesinado al menos a doce comunicadores por cuestiones relacionadas con su labor. El año pasado, Artículo 19 calculó que ocurría una agresión a periodistas cada 17 horas en el país, cuestión que se ha agravado durante la cobertura del Covid-19.

Además de la amenaza a Reforma, tan solo esta semana ocurrieron dos hechos que ilustran el contexto de riesgo para la libertad de expresión que se está perpetuando en México: el martes, el ITESO presentó evidencias de una estrategia de acoso y ataque selectivo en Twitter contra periodistas que han criticado la dirección de Notimex, la agencia gubernamental de noticias.

El miércoles, el Fondo Nacional de Turismo envío un reclamo público al director de Proceso, tras la publicación de un reportaje sobre las empresas favorecidas por la construcción del Tren Maya, firmado por un periodista de origen francés que colabora con el semanario.

Entre otras cosas, el Fonatur se refirió al reportero como “un mero generador de rumores, chismes, y especulaciones” quién “en una visión neocolonialista extranjera” está buscando desinformar sistemáticamente sobre “un proyecto de desarrollo integral para el sureste del país”.

A finales de abril, López Obrador dedicó media mañanera a acusar de conservadores a todos los periódicos que lo han criticado. El mensaje tuvo mucho eco entre sus seguidores, quienes desplegaron una fuerte estrategia de agresiones contra una buena parte del periodismo en México en redes sociales.

Si el linchamiento público de medios de comunicación se vuelve tan común como el uso de bots (y de personas reales) en redes sociales para atacar a los detractores del proyecto de la 4T, no habrá de sorprendernos que los ataques contra periodistas se intensifiquen más y más con el paso del tiempo.

Así como los medios tienen que reportar y publicar de manera responsable, el presidente tiene que empezar a reconocer su responsabilidad sobre su actitud pública con los periódicos que lo critican, independientemente de que no esté intentando censurarlos directamente. Hay poderes formales y fácticos que están tomando sus declaraciones como un aval para atacar la libertad de expresión.

A ninguna persona que ocupa una posición de poder le gusta que la señalen. Es comprensible que lo rechacen y lo tomen personal. Pero hay una línea muy clara entre no estar de acuerdo con las críticas recibidas, y tomar acciones ofensivas para que estas se dejen de producir. El gobierno federal está comenzando a cruzar esta línea, y si no lucha para que se detengan los intentos de censura, pasará a la historia contra la libertad de expresión de una forma similar a sus antecesores.

Corolario.

Comenzamos esta semana con un grito en el cielo por la publicación de un acuerdo presidencial que faculta a las Fuerzas Armadas para realizar tareas de seguridad pública. En realidad, solo formalizó lo que el Ejército ya realizaba a través de la Guardia Nacional, un cuerpo militar al que le cambiaron el nombre (con una bandita en el uniforme) para aparentar ser otra cosa.

De cualquier manera, la cuestión generó preocupación entre organizaciones de derechos humanos, académicos, movimientos sociales y el PAN (¿neta son tan descarados?) quienes denunciaron el aval de AMLO a la militarización del país, cuestión que el tabasqueño siempre había criticado de gobiernos anteriores.

El presidente no se complicó con las denuncias y básicamente dijo que es Juan Camaney, y que, a su mando, el ejército baila tangos, masca chicle, pega duro y tiene derechos humanos de a montón. Acusó a sus adversarios de desconocer la realidad del país y de difundir campañas de desinformación.

Es cierto que hay diferencias sustanciales en cuanto a las órdenes que este Comandante Supremo puede dar en comparación con algunos otros de corte más sanguinario (véase Historia de México, Calderón et al., 2006-2012), prueba de eso es la resistencia del Gobierno Federal a implementar un Estado de Excepción durante la pandemia, a pesar de las presiones locales e internacionales para hacerlo.

También es cierto que sigue habiendo muchas personas de regiones azotadas por el narco, a las que no les parece tan mala idea la presencia del Ejército a cambio de condiciones mínimas de seguridad. Para ellas, los protocolos de derechos humanos o la renuencia a militarizar el país tienen poco significado en comparación a la necesidad de vivir en tranquilidad.

Sin embargo, el alacrán es el alacrán y los militares son los militares. Los soldados están entrenados para matar, y por eso han defendido los sistemas jurídicos y políticos (como el fuero militar) que le garantizan un hermetismo casi total en sus actuaciones, pues saben que tienen mucha cola que les pisen y que no les conviene que sus operativos salgan a la luz.

Es muy probable que ningún presidente tenga control total de las Fuerzas Armadas. Aunque en la historia posrevolucionaria estas han mantenido una relativa lealtad al poder civil, es sabido que negocian su obediencia sobre la garantía de que los privilegios y los negocios público-privados de algunos miembros de la institución no serán tocados.

Ojalá que Presidencia esté consciente de la situación, pues llevan un año y medio entrando en confianza con el Ejército y la Marina, a quienes cada vez les asignan mayores contratos y responsabilidades. Si los militares nos regalan otro Tlatlaya o Ayotzinapa, la sociedad civil se le va a echar encima a AMLO y a este no le va a quedar más remedio que defender la privacidad de la institución. De lo contrario, se le puede salir la lealtad de las manos.